Los desaparecidos están apareciendo

1ER. TIEMPO: La fosa clandestina más grande. Todavía huele a diésel, comenzó su crónica macabra la finada reportera Mónica Villanueva hace casi nueve años. “No es fácil desprenderse del olor, incluso horas después de haber ido a Patrocinio, un ejido a 90 minutos de Torreón”, continuó. “Allí dijeron que había una fosa clandestina. No es cierto. Patrocinio fue un campo de exterminio”. En ese momento se consideró el más grande jamás encontrado en México. No se sabe si sigue siendo, pero Patrocinio no ha dejado de escupir restos óseos hasta hoy en día. Ni Patrocinio, una comunidad en pleno desierto en Coahuila, ni Teuchitlán en la zona de los valles de Jalisco, donde el hallazgo de un campo de entrenamiento y exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación movió las emociones de la nación entre el estupor y el horror, son casos aislados de la tragedia mexicana. Hace más de 70 años se dio la primera marcha por los desaparecidos. Fue el 9 de julio de 1952, dos días después de que 200 policías reprimieron a simpatizantes de Miguel Henríquez, que protestaban por los resultados de la elección presidencial que le daban solo el 16% del voto, contra el 70% de Adolfo Ruiz Cortines. Las cifras oficiales dan cuenta de 77 a 100 heridos y 524 detenidos. El partido de Henríquez estimaba entre 300 y 500 asesinados. Pero hubo más. Excélsior reportó que había casos de desaparición forzada. Desaparecidos como en Teuchitlán, en Patrocinio, como en La Bartolina, en Tamaulipas, donde se encontraron en 2021 cerca de 500 kilogramos de restos humanos, o el basurero de Cocula, donde en la búsqueda de los 43 normalistas de Ayotzinapa que desaparecieron en Iguala en 2014, se recolectaron más de 100 mil restos óseos, muchos de ellos que no eran de los estudiantes, sino de personas a quienes cremaron ilegalmente por varios años. “La mirada no alcanza”, agregó Villanueva en su crónica en Patrocinio. “Los restos de hombres, mujeres, niños, de familias completas fueron esparcidos en un espacio que, por ahora, abarca un kilómetro y medio por 80 metros. Pero no se ha terminado de explorar la zona. Es más, no se ha terminado por empezar”. El exterminio es mecánico, como hicieron los nazis en 
Auschwitz, el símbolo negro del Holocausto. Pero aquí es incluso peor. Santiago Meza López, un albañil detenido en 2009 en Tijuana, lo explica sin explicarlo. Le decían El pozolero, porque su trabajo era recibir los cuerpos de enemigos de una banda criminal ligada al Cártel de Tijuana, para que los desapareciera. Los metía en un aljibe con agua y químicos, hasta que se disolvían. La operación la hizo en 300 ocasiones al menos, borrando rastros de personas a quienes no había conocido, que cocinaba sin culpas. Era solo un trabajo. Historias como estas abundan, pero nadie las había querido leer ni ver. Estaban demasiado lejos hasta que las fotos de lo que están sacando en Teuchitlán acercaron a todos a una realidad a la que cerraban los ojos, y se horrorizaron.

2DO. TIEMPO: ¿Nadie sabía lo que pasaba en Teuchitlán? Espontáneamente, el fiscal Alejandro Gertz Manero dijo que era increíble que las autoridades no se hubieran dado cuenta lo que pasaba en Teuchitlán. Definitivamente. Cientos de personas pasaron por el rancho Izaguirre al paso de los años alterando sin duda alguna el sistema económico local. El municipio tiene menos de 10 mil habitantes, y esas personas, más los criminales que los tenían retenidos tenían que comer y beber. Los alimentos debían venir de fuera del rancho en números que debieron ser inusuales. Una población similar tenía en los 80 Allende, en Chihuahua, donde estaba el rancho “El Búfalo” propiedad de Rafael Caro Quintero, uno de los jefes del Cártel de Guadalajara, que producía mariguana. Para poder alimentar a los jornaleros se compraban diariamente dos millones de tortillas y mil 800 pollos rostizados. Sin que los volúmenes fueran similares, la dinámica económica si permite apoyar la sospecha-afirmación del fiscal, de que las autoridades debían saber que algo estaba pasando en Teuchitlán. Pero no solo las autoridades debieron haberse dado cuenta. La población también. Por un lado, el movimiento de personas que no conocían, que llegaban y se iban a camionetas con hombres armados y sus víctimas encapuchadas. Y en las noches, el olor de la carne quemada en los tres hornos crematorios. Los hornos eran artesanales, con tepetate y piedra, nada que ver con los hornos crematorios industriales en Auschwitz, fabricados por la empresa alemana J.A. Topf und Söhne. No hay comparación en la escala, pero cuando estaban trabajando, el olor ácido y dulce de la carne humana quemada, inconfundiblemente espantoso y repugnante, llegaba hasta Cracovia, a 60 kilómetros de distancia. Alrededor de los tres campamentos que conformaban el campo de exterminio de Auschwitz, no había nada –de hecho, aún no hay nada a su alrededor–, pero las distancias de las diferentes comunidades del rancho Izaguirre se miden en decenas de metros. No se necesitaban vientos para que de vez en vez los habitantes de Teuchitlán pudieran percatarse de que cosas muy serias y terribles estaban pasando con sus vecinos. Pero callaron. Eso mismo pasó en Patrocinio, en la comarca lagunera, y los campos de exterminio en Tamaulipas y en casi todo el país. Eso mismo pasó en Auschwitz. El horror les llegó, y como en Teuchitlán hoy en día, se contagió el terror, no sobre el futuro, sino al descubrir lo cerca que también estuvieron de la muerte.

3ER. TIEMPOLos desaparecidos están apareciendo. Del norte al sur, dijo en 2019 Tania Reneaum Panszi, cuando era directora ejecutiva de la oficina en México de Amnistía Internacional, este país es un cementerio, donde se camina sobre los huesos de personas desaparecidas. La afirmación era tan dura como escandalosa, pero apegada a la realidad. Para entonces se tenía registrado un total histórico de alrededor de 40 mil personas desaparecidas. Eran los primeros meses del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que había prometido en su campaña presidencial que iba a atacar el problema y terminar con ese terrible fenómeno. Puras palabras. Durante su sexenio la cifra había subido a más del doble. En mayo de 2024, el Registro Nacional de Personas 
Desaparecidas y No Localizadas reportó que más de 50,000 personas habían desaparecido en su gobierno, pero dos semanas después habían corregido la cifra a 48 mil 870. López Obrador empezaba a desaparecer a los desaparecidos porque el problema se le había desbordado. La organización de periodistas A dónde van los desaparecidos, que buscan que nadie sea olvidado en la memoria, recordó en su momento que en el gobierno de López Obrador había 
desaparecido una persona cada hora en el país, el doble de lo que se había registrado durante el gobierno de Felipe Calderón, cuando comenzó la guerra contra las drogas, y 40% superior a los datos sobre desapariciones en el gobierno de Enrique Peña Nieto. En aquél mes, el número de desaparecidos y no localizados ascendía a 114 mil; en la actualidad hay casi ocho mil más de desaparecidos, la mitad durante los primeros 100 días del gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum. Las cifras han estado ahí para que las vea y reflexione sobre el problema la sociedad mexicana, que sin embargo ha sido muy insensible a este fenómeno que a miles les resulta distante. Eso se acabó cuando aparecieron las imágenes de ropa de mujeres y hombres, pañaleras de bebés, fotografías de esposas, esposos, padres e hijos, cartas, biblias y objetos personales de quién sabe cuántas personas que fueron llevadas contra su voluntad al rancho Izaguirre, en Teuchitlán, a 60 kilómetros de Guadalajara, obligados a volverse sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación y ser obligados a matar a quienes eran compañeros de la misma suerte para mostrar carácter y determinación de matar a otra persona en casos extremos. Quienes no salían adelante o flaqueaban, los ejecutaban y convertían su cuerpo en ceniza en tres hornos crematorios. El rancho Izaguirre ha hecho que los desaparecidos estén apareciendo y que los sobrevivientes empiecen a contar sus experiencias sobre lo que ahí pasó. Pero también ha animado a sobrevivientes de otros de los miles de campos similares que hay en el país, a que salgan a narrar esa vida en un submundo de criminales que ha estado pegado a nosotros por largo tiempo y no queríamos ver ni aceptar que convivían con nosotros. Esto no ha terminado, y parafraseando a la periodista Mónica Villanueva, apenas comienza.